jueves, 29 de marzo de 2018

City That Never Sleeps (John H. Auer, 1953)





“Soy la ciudad. Eje y corazón de América. Crisol de razas, credos, culturas y religiones de la Humanidad. Desde mis famosas granjas de ganado a mis colosales fábricas. Desde mis modestos barrios hasta el elegante Lake Shore Drive. Soy la voz, soy el latido de esta gigantesca, creciente, sórdida, bella, pobre y magnífica ciudadela de la Civilización.”


De las tres películas que he tenido oportunidad de ver hasta el momento del realizador húngaro emigrado a Estados Unidos John H. Auer, brilla con inusual fuerza y queda atrapada para siempre en la retina “City That Never Sleeps”, una de las varias incursiones de Auer dentro del noir –siendo quizá un director más concentrado en el bélico-. Las otras dos, “A Man Betrayed” (1941) y “Hell's Half Acre” (1954) no pasan de ser ambas cintas discretas, rutinarias y algo desaliñadas, por mucho que la primera contase como reclamo al frente del reparto con un pujante –y algo cómico- John Wayne y la segunda con el señuelo de una ambientación exótica –Honolulu- para otra muestra “negra” un tanto inverosímil. Las tres, eso sí, bajo el paraguas de la productora Republic, donde Auer trabajó la mayor parte de su carrera.





La acción de “City That Never Sleeps” no transcurre, como pudiera suponerse en un principio –y como manda el tópico cultural-, en Nueva York –tres años después Fritz Lang acometería en este sentido un título que podría llevar a cierta confusión, el prestigioso “While The City Sleeps”-, sino que se desarrolla en Chicago. Y es esta última ciudad la que nos habla con el recurso de la voz en off al principio del metraje, en un ambiente nebuloso de rascacielos somnolientos y calles solitarias, desde una omnisciencia hegemónica que hace su incursión en las entrañas de un imperio orgulloso de todas sus conquistas… y todas sus miserias.

“City That Never Sleeps” parte de la historia de un policía frustrado –el personaje de Johnny Kelly, que nunca suspiró con ejercer su profesión-, que se debate entre el amor de su esposa –que representa el blindaje de una vida aburrida, rutinaria y gris- y el de la bailarina del nightclub Silver Frolics, que le tienta para abandonar la ciudad y huir al sol de California. Pero para conseguir este último sueño y vivir holgadamente será necesario que Kelly se degrade aceptando la misión de un desaprensivo y poderoso abogado de la metrópoli –Edward Arnold, el detective ciego de “Eyes in the Night”-, que consiste en deshacerse con malas artes de uno de los secuaces del jurista –un mago de poca monta reconvertido en sicario, encarnado por William Talman, memorable villano del “The Hitch-Hiker” de Ida Lupino o, sobre todo, del “Armored Car Robbery” de Richard Fleischer-, el cual que pretende hacerse con unos papeles comprometedores del letrado. Tras este planteamiento John H. Auer, con el indispensable guión de Steve Fisher –responsable de notorios libretos noir como “La dama del lago” (Robert Montgomery, 1946) o “Callejón sin salida” (John Cromwell, 1947)-, consigue hilvanar una trama perfectamente sostenida, sin puntos ciegos ni demasiadas concesiones gratuitas, y donde todos los personajes encajan, se vinculan magistralmente y tienen su razón de ser.






“City That Never Sleeps” no solo se dota de todos los valores prototípicos del género –la ambigüedad moral, los remordimientos, la ambición desmedida o el rebuscamiento argumental- y su paisaje –calles oscuras, sombras, silencios, amenazas constantes, la propia ciudad como personaje de tantos títulos policiacos- sino que redobla la apuesta en muchos otros aspectos: aquí hay dos femmes fatales –además de la bailarina Mala Powers, la esposa del abogado, una Marie Windsor imprescindible en “Force of Evil” de Abraham Polonsky o “The Narrow Margin” de Fleischer-, dos apocados tipos corrientes que sucumben a la tentación, y dos delincuentes en cuya relación se ejemplifica metafóricamente el concepto de ‘matar al padre’. También hay numerosas figuras omniscientes: la suegra del policía -cuya fisonomía jamás presenciaremos, y que funciona como martilleante conciencia al inicio-, el hombre-robot que trabaja en el escaparate del nightclub -un actor fracasado que simboliza el reverso del cacareado sueño americano y que también aspira a los favores de la bailarina, siendo testigo de algunos de los momentos más crudos y sustanciales de la película- y, como decía unos párrafos atrás, la propia ciudad que, en un formidable recurso del guión, adquiere una inaprensible fisicidad en el policía fantasma que hará puntualmente la ronda con Johnny Kelly –toda la acción transcurrirá prácticamente en una sola noche-. Recurso que, por cierto, décadas más tarde explotaría Michael Landon en la archiconocida serie camp “Highway To Heaven” (1984-1989), casualmente también con un agente -retirado-  como acompañante.






Hay secuencias que remiten directamente al expresionismo alemán del que Auer tomó muy buena nota en su juventud, en concreto las escenas del coche de la policía a velocidad de vértigo y desde la cámara subjetiva del conductor que prácticamente inventara Lang en trabajos como “Dr. Mabuse, der Spieler” o “Spione”.

“City That Never Sleeps” –joya indispensable del cine negro menos obvio-, pese al tono aleccionador, al homenaje a las fuerzas del orden que velan por tu seguridad y a un final feliz, supura pesimismo y mezquindad por los cuatro costados y pone el dedo en la corrupción sistemática que prácticamente infecta todos los estratos de la sociedad, como ya plasmara el propio Auer en la citada “A Man Betrayed”, donde el político de turno chapoteaba entre mafiosos y fraudes electorales, pecadillos inherentes al capitalismo salvaje que todavía hoy perdura, con el objetivo de prosperar cueste lo que cueste.

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