viernes, 5 de enero de 2018

Mario el epicúreo, de Walter Pater






Pater, timonel esteticista de autores imprescindibles como Oscar Wilde –alumno suyo- o W. B. Yeats –creyente pateriano-, se propuso en 1885 una empresa titánica: trazar un fresco sobre la vida, los intereses, los miedos y los descubrimientos de Mario, un habitante de clase alta instalado en las afueras de Roma en época de la estirpe de los Antoninos –mayor periodo de esplendor del Imperio- con Marco Aurelio –del que Mario acabará siendo una especie de secretario- en pleno despliegue de poder, tanto político como filosófico. Es en base a este último aspecto donde se desarrolla la columna vertebral de una novela compleja, que apunta el foco hacia los diferentes actores en escena –que incluyen entre otros a Lucio Vero, hermanastro natural de Marco Aurelio-, sus posicionamientos teóricos y, en el caso de Mario, su evolución del epicureísmo al primer cristianismo –burdo mejunje de paganismo y judaísmo desembocado en humanismo-, pasando por el estoicismo –originalmente cinismo; esta última, tendencia filosófica promocionada desde la jefatura del Estado: desprecio por el cuerpo e interés centrado exclusivamente en el pensamiento y el espíritu-.






Por tanto, en “Mario el epicúreo” confluyen filosofía, libro de autoayuda y texto religioso. Todo ello pulsado con sobriedad, pedagogía y, como decíamos, sentido pictórico de un tiempo donde los gobernantes eran, además de gestores, seres cultivados. Como no podía ser de otra manera, el relato está trufado de anacronismos con el fin de comparar etapas diferentes –la más socorrida: el periodo victoriano en el que se escribió este texto, pero también la época de Virgilio, la de Dante, el Romanticismo alemán o el eufismo inglés del XVI- y así fijar correspondencias e identificaciones respecto a un periodo lejano y documentado a menudo, como es bien sabido, con cierta dificultad. Lo contrario habría sido un texto rayano en lo abstracto, aspecto que el profesor y crítico Walter Pater elude con sabiduría y fino sincretismo retórico.

Mario crece auspiciado tanto por la “Doctrina del movimiento” de Heráclito –la constante mudanza de todo lo existente- como por la “Filosofía del placer” –base fundamental del hedonismo y del epicureísmo- a cargo de Arístipo de Cirene o el politeísmo –“ceremonioso”, en el caso de Aurelio- heredado de Grecia, como sabemos de sobra asumido, interiorizado y versionado a su manera por los romanos (“siempre algo que hacer, en lugar de algo que pensar, creer o amar”). Pero nuestro protagonista también se divertirá con el gracejo saltimbanqui del platónico escéptico Apuleyo y la impertinencia metafísica –“ese arte consistente en asombrarse uno metódicamente”- del escritor griego Luciano de Samósata, a los que Pater hace entrar en escena como chispeantes personajes de la obra, dando la contrarréplica al tono solemne del libro.






Destacar el capítulo XIV, referente a la “imperceptibilidad del dolor” respecto a “la crueldad de los espectáculos públicos” realizado con seres humanos, donde se experimentaban con ellos todo tipo de atrocidades: torturas, vejaciones, etc. Pater nos hace reflexionar sobre la mentalidad de la época –que vale para cualquier otra- respecto semejantes injusticias que, sin embargo, estaban a la orden del día y se vivían como algo natural –algo que podemos trasladar en tiempo pasado, presente y futuro a la esclavitud, al martirio con animales, al extractivismo furibundo de los recursos naturales, a la persecución política, social o religiosa o a la explotación indiscriminada en general- extrayendo una enseñanza fundamental: “no falsificar tus impresiones”.

También es importantísimo el episodio XXI, pues es ahí donde Pater traza al principio del mismo algunas de las bases fundamentales del esteticismo: “sin distinción entre lo exterior y lo interior”, con la luz o la flor “no tanto objetos aprehendidos como poderes de aprehensión” y “las facultades para captar la materia que está más allá de las capacidades del espíritu y los sentidos”.

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