lunes, 5 de enero de 2015

El catecismo revolucionario, de Bakunin & Nechayev






“Tan sólo a partir de una gran destrucción pueden aparecer de nuevo elementos vivientes, y junto con ellos, elementos nuevos: lo nuevo emerge de los materiales de desecho y deshechos.”

Esta proclama en favor de una deseable purificación del ser humano la escribió Mijaíl Bakunin en la introducción de su “Dios y el estado” poco tiempo después de que, supuestamente, escribiera a cuatro manos, junto con su cómplice revolucionario Serguéi Nechayev, este “libro maldito de la Anarquía”, que incluye mandamientos complementarios del tipo: “La meta es la misma: destruir lo más rápida y seguramente posible esta ignominia que representa el orden universal”.






De alguna manera, sobre esta presunción (¿participó realmente Bakunin en este elemental y furibundo texto?) flota el desarrollo de este tratado y su leiv motiv que, sincerémonos, es lo menos destacable de esta, por otra parte, exquisita edición de La Felguera (¿la gran sensación editorial de los últimos tiempos?: desde luego este volumen y  las “Ilustraciones al Libro de Job” de William Blake, entre otros, dan buena fe de su elocuente criterio). Mucho más interesante resulta el prólogo de Alberto Eiriz y Servando Rocha que nos pone en antecedentes sobre la turbulenta relación entre ambos autores (y donde, a través de las propias palabras de Bakunin, parece deslizarse una historia de amor más allá de componendas estratégicas: “desearía no solo estar unido a usted, sino también hacerlo de modo más estrecho y firme”). Relación que incluso hace repensar las posibles analogías con otras famosas “guerrillas” sentimentales y contemporáneas –como acertadamente se apunta en dicho prólogo- del tipo Verlaine-Rimbaud, para –concédannos la licencia- sustituir al segundo por un Conde de Lautréamont quizá aún más acorde con el espíritu volcánico y enigmático de Nechayev.






En este sentido son fundamentales las cartas reproducidas más adelante del autor de “Estatismo y anarquía” -sobre todo la dirigida directamente a su impenitente acólito-, además de otras de Fiódor Dostoyevski, testigo de excepción de la bulliciosa vorágine terrorista y conspirativa en esos años en Rusia, unos cuantos antes del triunfo de la revolución socialista. Un Dostoyevski –que describió con su acostumbrada tenacidad psicológica a Nechayev en la novela “Los Demonios”- que, dicho sea de paso, ostentó una evolución ideológica que desgraciadamente nos recuerda tanto a otros plumillas de la actualidad devenidos en “transversales” de un conservadurismo atroz y deleznable. Menos mal que aquél, al contrario que éstos, es un escritor dotado sobradamente, muy por encima de filias o fobias “contractuales”.


“El Catecismo Revolucionario” –más bien parte de lo que rodea al escrito- también pone el énfasis en las maniobras de Nechayev –al que nunca veremos tomar la palabra para defenderse de tantas y tan duras críticas: Bakunin acabó renegando de él- y la eterna sospecha de su fraudulento papel en proyectos, revueltas y demás consideraciones de la acción directa, sirviendo un poco como prototipo para esa idea de que la Historia es, las más de las veces, poco más que una concatenación de falsedades, heroicidades impostadas y biografías postizas bastante probable.

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