lunes, 21 de octubre de 2013

The Aluminum Group






Es uno de los grupos más infravalorados –sí, ese adjetivo tan desgastado ya- de los últimos veinte años. Ya sea porque su fórmula nunca se ha distinguido por la originalidad, la rareza o la anécdota –y, por tanto, siempre han sido blanco fácil a la hora de minimizarlos con respecto a otros próceres del ramo- o porque sus lanzamientos se han movido siempre entre la discreción –han pasado por diferentes (y exquisitas) compañías, pero la  promoción siempre ha quedado en lo justo-, casi nunca les habrán visto aparecer en las dichosas listas de fin de año y rara vez habrán escuchado a alguna estrella del indie citarles como referencia y/o tesoro oculto a reivindicar.
Sin embargo, es una de las células creativas más poderosas y consecuentes en todo ese tiempo. Liderados por los hermanos Navin, funcionan como dúo que-se-acompaña-de-otros-músicos. No son los Pet Shop Boys pero bien podría tratárseles como precursores de formaciones con presupuestos similares del tipo Junior Boys. Desde luego, para los que apreciamos cada día más la calidad de vida del pop sofisticado más o menos clásico, además de necesarios se nos antojan superiores a otros grupos de semejante “savoir faire”.




Después de formar parte de la escena art-punk de Chicago en los años ochenta con diferentes agrupaciones de breve existencia, a principios de los noventa deciden dulcificar su sonido y bautizarse con un nombre acorde a sus intenciones. The Aluminum Group es también una línea de mobiliario de rancio abolengo desde los años cincuenta ideal para congresos, parlamentos y demás reuniones en la cumbre.

El primer disco (que luego reeditaría su primer sello, Minty Fresh) se lo tuvieron que pagar de su bolsillo debido a la indiferencia general en la escena de su ciudad de adopción (ellos son realmente de la depauperada Detroit) que, por una parte andaba aún con la resaca del grunge y por otra ya empezaba a atizar con el deplorable post-rock que tantas vidas y revistas de tendencias arruinó. “Wonder Boy”, de 1995, pertenece a su, digamos, etapa acústica. Muchos tiempos lentos conducidos por la cadencia del jazz más lluvioso e intimista –piensen, por ejemplo, en los Style Council de “Blue Cafe”- y grandes canciones como “In The Age Of Fable”, “Pink Chanel” –dedicado, sí, a una de sus musas: la misma Cocó Chanel- “The Smallest Man In The World” –la oscuridad rugosa de Morrissey- o “Pretty Mouth And Green My Eyes. La fórmula, tanto a nivel compositivo como en cuestión de arreglos, está más que asentada ya desde este debut, dejando entrever no sólo muchas horas de ensayo detrás, sino también horas de escucha de Burt Bacharach, Steely Dan, Stan Getz o los grupos más elegantes de los ochenta.




“Plano” (1998) posiblemente sea su obra maestra. A pesar de no haber grandes diferencias respecto a “Wonder Boy” sí es cierto que, en cambio, optan aquí por vestir todas sus canciones, dejando a un lado ensimismamientos acústicos, dotándolas en conjunto de una mayor riqueza de recursos. El ejemplo más claro de todo ello sea “Chocolates”, recuperada y reinterpretada respecto a “Wonder Boy”: si en el primer disco abría de manera tímida y poco más que introductoria, en “Plano” abre el disco con contundencia y próspero sentido del ritmo. Se advierten los primeros coqueteos serios con la electrónica –“A Boy In Love”, “Sugar & Promises”, por ejemplo- y, en general, se muestran tremendamente inspirados en melodías y capacidad de seducción. Las letras, como en toda su carrera, hacen explícitas referencias al amor entre hombres, despejando cualquier ambigüedad sobre la condición de los hermanos. Lo que en otros artistas es motivo para el ocultamiento, la metáfora pusilánime o el equívoco trasnochado, en los Navin sirve de sana y natural reafirmación. Todo ello se ejemplifica en títulos tan meridianos como “Sad Gay Life” y conforman, junto con Stephin Merritt, la avanzadilla desprejuiciada en el ámbito literario. El disco que le hubiera gustado firmar a Sean O’Hagan y sus High Llamas, más que nada porque consiguen rematar mejor las melodías y darle a su música una vigorosidad que cuesta a menudo detectar en los irlandeses, excesivamente preocupados por la formalidad y el guiño melómano, no dejando que respiren muchas de sus composiciones sus composiciones.

Como en el caso de estos últimos, The Aluminum Group siempre se han sabido rodear de otros nombres ilustres del panorama alternativo. Así, en “Pedals” (1999) recurren al ubicuo Jim O’Rourke, además de contar con las colaboraciones de John McEntire (de los sobrevalorados Sea And Cake, entre muchos otros) y, ajá, el mismo Sean O’Hagan, no sabemos si ejerciendo de involuntario padre putativo del dúo o, quién sabe, para aprender un poquito de ellos.




En “Pedals” hacen engrandecer aún más su sonido recurriendo incluso a técnicas cercanas al cut-up –“Rrose Selevy’s Valise”- y, en definitiva, tirando de suntuosidad hasta las últimas consecuencias. Es por ello que los arreglos sintéticos se hacen cada vez más pronunciados y que las colaboraciones se suceden, así la habitual Geri Soriano se hace con la ‘steelydanesca’ “Paperback” o la cantautora Edith Frost participa en "Easy On Your Eyes" y "Miss Tate". Lo que se llama tirar la casa por la ventana. “Pedals” es, sin duda, todo un precedente de los siempre recomendables Coloma. El disco mantiene el tipo, a pesar de ciertas irregularidades -, debidas –sospechamos- mitad en parte a la libertad que los Navin le darían a O’Rourke tras la mesa de mezclas, mitad a lo deseos de éstos de hacer aún más atmosférica su oferta.

“Pelo” (2000) continúa en la senda del sonido hiper-gomoso, donde su vena más folkie se integra entre ruiditos digitales –“Good-Bye Goldfish, Hi Piranha”- pretendiendo así cerrar el círculo. Sonidos acústicos retozando sobre programaciones impetuosas –“Pussycat”-, dotando a su pop de cámara de una contemporaneidad afortunadamente poco o nada forzada. Poco a poco van haciendo un poco más experimentales sus arrebatos pop –como unos Stereolab sin psicodelia-, sin perder su consustancial clasicismo por ello en capacidad cognoscible. Intercalando con confianza instrumentales con piezas cantadas abundando eso sí, las primeras. ¿Quiere decir eso que tenían dificultades para contar cosas?. En absoluto: en canciones como “Worrying Kind” o “Sermon to the Frogs” siguen con el lápiz afilado a base de radiografías emocionales donde el despecho y la derrota aparecen perfectamente sintetizados.




“Happyness” (2002) inicia la trilogía –completada con “Morehappyness” (2003) y “Littlehappyness” (2008)- sobre ese estado de ánimo menudo tan volátil y escurridizo y conforman hasta la fecha los últimos registros del grupo. El primero de ellos es el disco de madurez que deberíamos haber exigido en todo momento a Green Gartside y que jamás hizo. La tecnología sigue rigiendo el conjunto de sus composiciones y aparcan parcialmente los instrumentales. Las portadas, como es habitual en ellos, juegan con las superposiciones de partes de rostros, consiguiendo un efecto perturbador y un tanto anómalo. Ha sido con esta serie cuando los loops han casado casi mejor que nunca con los presupuestos armónicos de los Navin. Canciones increíbles como “Two Lights”, “Youth Is Wasted On Nothing”, “Beautiful Eyes” o “The World Doesn’t Spin On Us” certifican que, finalmente, no se dejaron llevar por los cantos de sirena de la por entonces pujante y definitivamente flácida ‘indietronica’, sino que redoblaron si cabe aún más sus esfuerzos por encontrar la canción pop perfecta: sexy, emocionante y refinada.


¡Se les echa de menos!

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