miércoles, 29 de agosto de 2012

La nave de Satán (Harry Lachman, 1935)



A pesar de las inevitables referencias a Alighieri y su instructor Virgilio, no hay que esperar de este “Dante's Inferno” un intento de adaptación más o menos libre o un acercamiento algo respetuoso del poema florentino: si acaso una muy tamizada traslación de algunos de sus grandes temas desde un punto de vista mucho más prosaico y urgente. Por el contrario, los círculos ahí descritos son básicamente una excusa cualquiera para montar una particular barraca de feria en la Norteamérica contemporánea, para deleitarse con sus decorados, sus vestuarios (muy en la onda del “Madame Satán” demilleano, con la que comparte un parecido sentido de la tragedia) y sus instructivas representaciones, y contar una historia sobre la meteórica ascensión, bajada a los avernos y posterior redención de un Spencer Tracy pícaro y encarado, dispuesto a echarse el mundo a las espaldas. Ya saben, la eterna historia del país de las mil y una oportunidades. La suya tendrá razón de ser al trasplantar a su circunstancial cicerone, Pop (osea, Henry B. Walthall poco antes de finiquitar una carrera intachable como el científico loco y entrañable de los “Muñecos infernales” de Browning) en un negocio que exige más espectáculo (“vengan y prepárense para el futuro” es el eslogan que certifica la vorágine en la que ya desde ese momento se veían mezclados los states) y menos retórica farragosa.




Una película sencilla, a ratos definitivamente moralizante, pero con un ritmo endiablado (Rita Cansino mediante) gracias a las gratificantes y afinadas elipsis que pueblan su módica duración. Con frases-gancho (“No trabajéis para vuestro dinero, que el dinero trabaje para vosotros” o “el infierno tiene demasiado éxito”) que simbolizan con palabras el hambre de poder y gloria de un país que ya por entonces se estaba acostumbrando al triunfo rutilante, permanente y arrollador.




Viene mucho a cuento, y confirma su delirante actualidad en secuencias como aquella en la que Dean (el personaje de Tracy) decide ampliar el infierno de Dante, ese museo inmutable y algo amenazante, lanzándose a especular con los terrenos de sus vecinos de feria, prometiéndoles el oro y el moro en forma de acciones de incierta rentabilidad y dudoso decoro. Un ejemplo certero de expropiación a gran escala, sin miramientos, animado por una cobertura fácil, rápida y engañosa, donde quepa el tráfico de influencias y/o la usura más descarnada.



Pero tanta voracidad descontrolada tendrá su precio, y el imperio construido a base de astucia, avaricia y malas artes empezará a desplomarse como un castillo de naipes. Y en medio de todo ello pasajes escenográficos subyugantes, alegóricos, tanto como la indómita interpretación de un Spencer Tracy sublimando arrogancia, cinismo y sangre fría.

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