lunes, 1 de agosto de 2011

Se va mi sombra, pero yo me quedo, de Carolina Coronado



Leída malamente –no tanto por comprensión como por escasez de horas- y escuálidamente reeditada, sigue guardando uno de los secretos más insondables y fascinantes de la leyenda literaria de este país, el de Alberto, símbolo místico que hace por mantener la tradición de las eternas epopeyas sentimentales y ultraterrenas de los Dante y Petrarca de turno y que daría –por ir aportando ideas- para algún reportaje de investigación –aun siendo casi todo inventado: no importa- o para alguna película de rigor. Menos mal que en el remozado Museo Romántico de Madrid ocupa un lugar preeminente (algunos objetos personales, mayormente) y de paso merecido. De reunir sus obras completas ni hablar (en cualquier otro país civilizado donde valoren algo a sus heroínas ya estarían, lo juro). Volver a ver juntos, por ejemplo, a Safo o Santa Teresa con el susodicho Alberto, aunque sea de vez en cuando en un diálogo cogido por los pelos. Un poco de aquella manera:

“Cuál de su pensamiento la corriente,
Cortada estrechamente
Por el dique de bárbaros errores,
En pantano reunida,
Quedara corrompida
En vez de fecundar campos de flores!”

“Lecho de tierra y silencioso olvido
Solo del mundo la hermosura alcanza:
El estrecho sepulcro a do(nde) se lanza,
Los rayos borrará de haber nacido.

Cual sueño pasará, si el genio alzando
La poderosa voz no la eterniza,
Su cantar que a los siglos se desliza
Vida preciosa a sus cenizas dando”

“Safo aparece en la escarpada orilla,
Triste corona funeral ciñiendo:
Fuego en sus ojos sobrehumano brilla,
El asombroso espacio audaz midiendo.”


El segundo y tercer fragmento no están incluidos en la antología de Torremozas, para darle sentido a la reivindicación y puesta a punto de esta escritora liberal –entendido este adjetivo desde una óptica considerablemente diferente a como lo hacemos hoy mismo-, vibrante, tierna y encantadora.

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